Viaje profundo a la crisis laboral en la pesca marplatense
Barrios de Pie es una organización social que hace más de un año y medio desembarcó en los barrios del sur de la ciudad para atender la creciente demanda de una población que comenzó a tener problemas de empleo a partir de la falta de pescado fresco que llega y sale del puerto; una canasta de alimentos cada vez menos satisfactoria por la inflación y el aumento de tarifas.
Articula con la coordinadora del Puerto la llegada al territorio en esos barrios del sur. Asiste con alimentos a comedores y merenderos de Juramento, Cerrito, San Salvador, Parque Hermoso, Parque Palermo, Las Avenidas.
REVISTA PUERTO participó de una recorrida por los merenderos del sur con la idea de abordar la crisis que atraviesa la pesca local desde otro lado, en la calle, al lado de los vecinos que hoy tienen pocas oportunidades para convertirse en trabajadores del pescado.
Nos guía Rodrigo Hernández, dirigente de la entidad, a bordo de un Renault Twingo que acaba de salir del taller mecánico. Rumbeamos para el sur por Güemes y después de cruzar Juan B. Justo sumamos a Ethel, quien conoce la dirección del merendero en Nuevo Golf.
Ethel integra la organización y tuvo una experiencia en el pescado. Trabajó en “Tres Marías” como envasadora durante unos años. Su marido hasta no hace mucho hacía changas cuando podía. Ahora ella trabaja en una empresa de limpieza. “Escasea el pescado, estamos jodidos”, dice y le da indicaciones a Rodrigo sobre en qué calle conviene doblar. El asfalto es un recuerdo al pasar la Av. 39 por Cerrito.
“Tacita de pie” se llama el merendero al que llegamos luego de subir una diagonal atravesada por una zanja profunda que Rodrigo procura cruzar despacio. Es una cicatriz en la tierra que dejó el último temporal. Sin servicios públicos el agua corre por donde puede.
Ethel recuerda que es ahí por los chicos que juegan en el patio delantero. La casa está al fondo del terreno. A la derecha una especie de galpón de madera abierto y a la izquierda un contrapiso que le pone límite al barro, con dos árboles frondosos que regalan sombra.
Sandra Darco es la dueña de casa. Una mujer de rulos rubios artificiales que hace cinco años llegó al barrio y ayudaba con el comedor de la Escuela 64.
Después de una inundación que afectó al barrio hace dos años, junto a su amiga Patricia comenzaron a juntar colchones, ropa, leche y mercadería para repartir entre los vecinos que lo habían perdido todo.
El merendero fue una decantación lógica ante la ausencia absoluta del Estado. Con cada vez mayor frecuencia los vecinos golpeaban las manos en la cerca improvisada de madera para pedirle un paquete de fideos que los saque de un apuro.
Las funciones del merendero mutaron en sintonía con la profundización de la crisis y la demanda de los vecinos. De un vaso de leche con pan y dulce, los lunes y viernes, Sandra pasó a preparar viandas para toda la familia. En principio fue para 10 personas porque no era mucho el alimento que recibía. Hoy entregan más de 70 viandas y la lista de espera sigue creciendo.
El alimento lo recibe de Barrios de Pie, que distribuye entre lo que recibe del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia de Buenos Aires. “Hace dos años recibíamos 4 mil kilos cada 40 días que se distribuían en 19 centros de asistencia. Ahora son 8 mil kilos para repartir en 52”, cuenta Rodrigo, coordinador de Barrios de Pie. La entidad tiene un local en Fortunato de la Plaza 8026 donde recibe donaciones.
La leche la reciben del área Desarrollo Social de la Municipalidad. Hace dos años repartían 400 kilos de leche en polvo. Ahora ya son mil. “Todo es seco, no perecedero. No hubo aumento en la variedad de alimentos pero sí notamos una mejora en la calidad de la comida que se entrega”, reconoce el dirigente.
En la cocina comedor de Sandra se acomodan como pueden los padres de los chicos que juegan en el patio. Algunos en las sillas de la cocina, otros en los sillones del comedor y los rezagados, quedan de pie, frente al ventanal y algunos flanquean la puerta de entrada. Debajo de la mesa deambula un gato y tres perros buscan un lugar más fresco donde acomodarse.
A mi lado, con musculosa de River y una gorra hundida en la cabeza está Raúl Domínguez. Dice que trabaja en la cooperativa Sueño del Mar, en San Salvador al 4400, que coordina otro Dominguez, Guillermo. “Ojalá fuese pariente”, dice el filetero. Su mujer está a su lado y ocupa una de las sillas. Amamanta a un bebé de no más de dos meses. Ella dice que hizo changas en una planta hasta el cuarto mes de embarazo.
“Nunca fui efectivo pero me alcanzaba igual. Ahora bajó muchísimo. Esta semana solo me llamaron para trabajar tres horas… qué haces con tres horas”, se pregunta en voz alta en un comedor que lo escucha en silencio.
Raúl tiene otros 49 compañeros en Sueño del Mar que atraviesan la misma situación. “El subsidio que entregó el gobierno a fin de año creo que primero lo deberíamos haber cobrado nosotros, los que estamos peor… Ellos (por los efectivos) por lo menos tienen un ingreso fijo. Nosotros no tenemos nada. Ni vale, adelanto, nada de nada”, subraya.
Jorge Rodríguez grita porque se está quedando sordo. Estuvo casi ciego pero lo operaron el año pasado y recuperó parte de la visión. Forma parte de la Coordinadora del puerto que articula el trabajo con el Frente Social.
“Hay tanta necesidad de trabajo que los compañeros pasan la noche en la calle, frente a las plantas, esperando que abran y que los llamen. Nunca vi una cosa igual”, cuenta Jorge, que lleva 40 años en el pescado.
“Ahora hay muchos más abusos porque las necesidades son mayores. Por cualquier cosa te sacan de la mesa, pagan lo que quieren y si no te gusta, te dicen que te vayas porque afuera tienen veinte esperando el lugar”.
María Soledad hace seis años que conduce la Coordinadora. Es la compañera de Jorge. Grita más fuerte que él. Habla del rol de las organizaciones en los barrios para evitar el caos, el desborde social.
“Somos el muro de contención que evita que estas demandas lleguen a la Municipalidad”, dice desde la otra punta del salón. Viste un solero blanco y negro; se abanica con una hoja para aliviar el agobio que no vence el ventilador que empuja el aire caliente hacia mi lado. “Todos los días hay gente nueva golpeando las manos para pedir ayuda”, sentencia Sandra, de musculosa gris, cruzada de brazos, como pidiendo explicaciones.
La mayoría del grupo son mujeres. Algunas se quejan de la pérdida de beneficios sociales como el salario familiar y la asignación universal cuando tramitaron el subsidio de fin de año y obtuvieron el monotributo social. “Hoy sobran trabajadores en el puerto porque falta pescado. Por eso crece la necesidad de contenerlos”, refiere Ethel.
Abandonamos el patio de Sandra entre caras largas de resignación. El nuevo destino es Clanferoni al 4200 en el barrio Cerrito, donde abrió hace poco otro merendero al que asiste Barrios de Pie.
“Los 7 pimpollos” son los nietos de Ramona, la dueña de casa. Como casi todas por este barrio, todavía luce lejos el final de obra. Van tomando forma de a poco, cuando viene una época de bonanza y sobra un peso. Nos esperan en lo que será una nueva habitación, o el garaje. Solo tiene construido el piso.
En la punta de la mesa esta Samuel, que lleva un tercio de sus 36 años trabajando con el pescado. Es peón de la cooperativa Kalimar, en Posadas y Guanahani, que corta pescado para uno de los Baldino.
“Trabajamos tres o cuatro días a la semana. Menos que hace unos años pero mucho mejor que el resto. No me puedo quejar pero tampoco me pone contento que el 80 por ciento de mis compañeros la pase mal”, dice de un tirón, como superado el miedo al desconocido y a la cámara de fotos que le apunta.
Ramona dice que abrió el merendero ante la necesidad de sus vecinos. “Un día me vieron que bajaba mercadería para repartir en otro lado y se vinieron rápido a ver si no les entregaba un poco a ellos”, relata.
Hace un mes recibía unos 15 chicos tres veces por semana para tomar la leche con pan o tortas fritas. Ahora ya son 25 y tiene lista de espera. A pocas cuadras hace dos semanas abrió “La Hormiguita Pety”, sobre Mario Bravo 5217. Ya se anotaron 40 chicos, hijos de obreros del pescado.
“La gente sobrevive como puede porque el pescado dejó de darle un ingreso seguro. Cuando había changas por lo menos sabías que podías conseguir para lo urgente. Ahora no hay nada… y tengo una familia que son ocho, otros seis, otros cinco chicos… es muy difícil…”, dice Ramona.
Sobre la mesa hay pan dulce cortado en trozos, chizitos y calentitos de jamón y queso. Un anticipo de la merienda en “Los 7 Pimpollos”. Vilma Suárez termina de acomodar la comida sobre el mantel y acepta un mate dulce.
Cuenta que la temporada de anchoa del año pasado fue muy corta y que tampoco llegaron a completar una semana en continuado. Trabajó en el saladero de Di Scala con la cooperativa Sol. “Nos convocaron más tarde que otros años y duró poco”, se lamenta.
Las otras mujeres que participan de la charla no tienen vínculo con el pescado, salvo una. Su padre trabaja en una de las pymes de Chiarco y le dijo que el dueño anticipó la necesidad de reducir la planta laboral para poder seguir trabajando.
La industria del fresco languidece en Mar del Plata y en esa agonía se va desprendiendo de miles de trabajadores que alguna vez tuvieron en el pescado un medio de vida digna y hasta hace poco de subsistencia.
Ese puente que unió empresas y trabajadores parece todo. No asoman nuevas posibilidades de que las cosas cambien en el escenario del corto y mediano plazo sino, más bien, de que se acentúe la grieta.
Por ahora organizaciones como Barrios de Pie ofician de dique de contención para que el agua no llegue al centro, a los despachos oficiales.
¿Hasta cuándo? es un interrogante que se mantiene abierto en esta tarde luminosa de verano. De lo poco que brilla en estas calles del sur, opacas por la desesperanza colectiva.
Obtenido de revistapuerto.com.ar