PESCA ARGENTINASEGURIDAD

Historias de pescadores que se juegan la vida en el mar

Los siniestros en barcos pesqueros en Argentina superan el 20% del total de accidentes reportados en el resto del mundo. Testimonios de miedo y dolor.

El sol no puede entibiar la tarde marplatense. En vacaciones de invierno, cuando el frío expulsa a los turistas de la playa, el puerto se convierte en una salida decente al mar. Hay voces, risas, un acordeonista, lobos marinos, barcas naranjas y selfies.

Nora Martín es local. No está paseando. Mira a su alrededor sin ver. Parpadea abrumada. Apenas supera los cuarenta pero está golpeada. Camina por la banquina de los pescadores. Sus ojos ven algo muy distinto a la postal. Murmura que hace un año que no va por allí. Un niño con bufanda, gorro y guantes pasa junto a nosotros quejándose por el olor penetrante a pescado.

Nos reímos como para aliviar la tensión. Nora recuerda entonces que su esposo, Julio Guaymas, pescador, marino, náufrago, sobreviviente, solía decirle a los hijos cuando se tapaban la nariz, que no se quejaran, que ese era el olor del dinero. Hace más de un año que no lo huele, que no sube a un barco que necesite de su experiencia.

“El 2 de junio de 2017 yo despedí a un marido y el 20 me devolvieron en Rawson a un desconocido”, dice Nora. El recuerdo la asalta, prende un cigarrillo con los ojos húmedos, el pañuelo de papel no alcanza a secar el dolor. Su cuñada, Yanina Guaymas, hermana de dos marineros (uno desparecido en el mar hace 15 años, otro sobreviviente de un naufragio hace uno), hija de un jubilado del mar, la sostiene con el brazo. Avanzan las dos mujeres hacia el muelle, si sabrán ellas lo que ese olor oculta.

Julio Guaymas es uno de los dos únicos sobrevivientes de la tripulación de 12 marineros del pesquero El Repunte, de 55 años de antigüedad y 35 metros de eslora, que zarpó el 2 de junio del año pasado de la ciudad de Puerto Madryn, y naufragó a unos 60 kilómetros de la costa de Rawson, dos semanas después, cuando volvía con la bodega repleta de langostinos.

La tripulación estaba contenta: llegaba a tiempo para el Día del Padre. Julio dormía. Arriba de un pesquero se trabaja desde las diez de la mañana hasta las tres de la madrugada. Diecisiete horas seguidas procesando la pesca, parando solo para comer o para tomar un café de diez minutos.

El barco se zamarrea día y noche, los marineros deben hacer fuerza para sostenerse todo el tiempo. En la cubierta mientras trabajan, en la mesa, en el baño, hasta en la litera. Pero duermen aún con tormenta. Ni el viento de 60 kilómetros por hora ni las olas de siete metros logran interrumpir el sueño de Julio, que navega desde los 13 años y sabe que cuando la condición climática haya pasado tendrá igual que continuar trabajando. Pero a las 9 de la mañana su compañero Lucas Trillo lo levanta advirtiéndole que se hunden.

Fueron los únicos que se salvaron. Si es que se puede llamar salvación a eso en lo que se transformó su vida desde entonces. Julio siente culpa hasta por estar vivo. No logra olvidar la imagen de sus amigos ahogándose mientras él flotaba en el mar helado, atado a una madera.

Está en tratamiento psiquiátrico pero no logra recuperarse. Las pesadillas no le permiten descansar. A veces sueña que sus amigos lo tiran de las piernas para abajo, para llevarlo con ellos. En su familia, como en muchas otras de la Ciudad de Mar del Plata, el mar es proveedor, fuente de recursos. Pero también tumba. Desde 2000 hasta junio de 2017, en la Argentina hubo 41 naufragios con un saldo de 86 tripulantes fallecidos. Según datos del Tribunal Administrativo de la Navegación del Centro Naval, el número de siniestros de barcos pesqueros supera en un 20 % el total de accidentes reportados en el resto del mundo.

Hace 15 años, el hermano mayor de Julio Guaymas, que navegaba en el Santa Lucía, desapareció en el mar. No se supo nada más de él. Ni de tantos otros que se transforman en ausencias que nadie siquiera enumera. Tanto el Estado como los privados parecen ausentes.

“Si no logran arreglar las cosas en tierra, menos van poder hacerlo en el mar”, señala con sabiduría marina Sergio Maureira, relevo con 13 años de oficio. Las familias se acostumbran a vivir con la incertidumbre. Se sabe que el marinero parte, pero nadie puede garantizar el regreso. “Se me fue otro más”, fue lo único que atinó a decir Anastasio, el padre de Julio Guaymas, jubilado con 40 años de oficio que sin embargo vivió todo un año deprimido cuando se vio obligado a dejar el mar.

“La peor parte se la llevan las mujeres”, dice Hernán Cortéz, 18 años de marinero, que cuenta los días que le faltan para jubilarse pero que reconoce que igual no podrá alejarse del mar, que tal vez se compre un velerito. “Tenemos dos familias. Una arriba del barco y otra en tierra. Lo que pasa afuera no se cuenta en casa.

¿Para qué preocupar? Ya bastante tienen.” Y en esa dualidad se explica quizás el tormento de Julio y su familia sobreviviente. El hombre se debate entre el dolor de la pérdida y la culpa de haberse permitido elegir por esta familia que ahora lo acompaña como puede, en esta recuperación casi imposible.

Julio y Nora tienen cinco hijos. La más chiquita, la única mujer, Amaia Franchesca Aylen Guaymas, tan esperada que se llevó tres nombres, fue su verdadera tabla de salvación. Cada vez que partía, Julio le prometía que volvería. Y fue esa promesa la que lo mantuvo a flote mientras todos se hundían. Pero ahora no sabe si se salvó. No puede con la tragedia. Los médicos psiquiatras de la ART no aseguran tampoco que podrá. Pero insisten en que deberían poder darle el alta.

Para nadie es negocio mantener la indemnización por tiempo indefinido. Por más magra que sea, que no alcanza para mantener el hogar, y la familia se debate entre la tragedia y las deudas, que pueden ahogar tanto como el mismo mar. “Quieren convencerlo de que haga un curso de peluquero”, se alarma Yanina Guaymas, la hermana. “Justo él, con tan pocas ganas de vivir, armado con tijeras”, se preocupa Nora.

Nadie la contiene a ella, devenida cabeza de familia a la fuerza. No le han dado ninguna herramienta para ayudar a sostener a ese marido gigante que se desborda en ataques violentos de dolor hasta contra su propios seres queridos.

Ella sola lleva como puede las deudas piloteando hasta el pedido de captura de su auto. Julio tenía la suerte de estar efectivo, pero los sueldos en blanco suelen ser muy menores, y el magro pago mensual no alcanza. Como indemnización por el accidente le correspondieron sólo 30 mil pesos, pero Julio debía 80 mil. Los pagaría con el trabajo, no había de qué preocuparse. Hasta que el barco se hundió. Si hubiera muerto, hubieran sido cincuenta mil. “Nuestra vida vale cincuenta mil pesos”, dice Hernán Cortéz.

Regreso incierto. “Sabemos cuándo salimos pero no cuando volvemos”, explica Hernán. Hasta que la bodega no está llena, nadie regresa. El pescador se lleva un porcentaje de lo extraído. La leyenda dice que a veces es mucho. Brilla la ambición en los ojos de Sergio Maureira cuando recuerda su primer viaje. La mujer que lo acompaña desde la adolescencia había quedado embarazada de su primera hija y algo se movió en su estructura. Tenían otro nene, pero ésta que llegaba rebalsó el vaso.

Sergio mantenía a la familia con su trabajo de recolector de residuos: “Basurero, bah. Digno, pero yo ya estaba cansado, quería para mí otra cosa”. Familiares que estaban en el tema de la pesca le habilitaron la posibilidad de hacer el curso. Es un núcleo cerrado, difícil ingresar.

El trabajo escasea, el mito del tesoro, el olor del dinero, atrae a personas de todo el país hasta el puerto de Mar del Plata. Cientos de voluntarios para relevos patean el muelle ofreciendo su trabajo a cada barco que está por salir. Son pocos los pescadores efectivos que perciben un sueldo.

El resto se enfrenta a la precarización como puede, gastando a cuenta el próximo tesoro. Y desde lo del Repunte, sumado al reciente hundimiento del Rigel en junio de este año, ya no es tan fácil salir al mar con un barco que no esté en condiciones. Hay sólo 35 activos y 200 en reparación en los armaderos.

“Acá hay mucho dinero, Mar del Plata no vive del turismo, vive del puerto. Es una vaca lechera. Mejor que eso todavía, porque acá no hay nada de gastos. Al pescado no lo tenés que alimentar, ni vacunar, ni nada. Sólo lo tenés que sacar del agua”, dice Hernán. Nada más. Nada menos. Cuando hay suerte, se vuelve con sobrecarga aun a riesgo de irse a pique con tesoro y todo.

Sergio Maureira cuenta que en su primer viaje juntó tanta plata que le pudo comprar todo lo que necesitaba a su hija por nacer. Carro, cuna, ropa, etcétera. Pero la plata se esfuma y hay que volver por más. Así fue como terminó embarcando el mismo día que nacía la beba. Una experiencia traumática. Sabía que su mujer estaba en fecha. ¿Tendría que haberse quedado? Tal vez. Lloró todo el viaje en taxi hasta el puerto. Pero si se quedaba no tenía cómo alimentar a la chiquita que venía.

“La conocí cerca de Malvinas”, dice. Todavía no había redes sociales, pero los barcos grandes tienen señal satelital a bordo y se puede hablar con la familia. La escuchaba llorar, amamantarse, dormir. Le pidió a su mujer que le enviara fotos de la nena a través del trasbordo que les acercaba las provisiones.

El día que llegó el pedido, se vio igual obligado a trabajar todo el turno completo, de 10 de la mañana a 3 de la madrugada, procesando pescado. “Somos como robots”, define. Cuando terminó, despertó al cocinero que había recibido el pedido y juntos lloraron mirando a la beba.

Todos acumulan golpes. En el mar se vive así. “Al que menos le faltan dos dedos”, comenta Hernán Cortéz mostrando sus manos enteras pero de uñas deformadas. Cada uno sabe que estuvo cerca. Están los que cayeron al agua, los que quedaron colgados de un cabo, los que escaparon de un incendio, pero lo que pasa en el mar queda en el mar. “Cuando fue el hundimiento del San Jorge, ese barco era para mí. El destino no quiso”, dice.

Agustín Aguirre es más joven, pero también tiene un hogar que mantener. Y el trabajo escasea. Se pasa días pateando muelles y nada. La precariedad es tal que muchas veces hasta deben pagar por el derecho a permanecer en el muelle para ir a buscar trabajo. Los que no están en el sindicato deben abonar ese permiso sin siquiera saber si les servirá. “En tierra me siento incómodo”, admite Agustín.

Mira con ganas al mar mientras posa para Viva a los pies del Cristo Redentor, en la escollera sur. Una draga va y viene sacando arena del ingreso. Un barquito de Prefectura entra a puerto. “Me subiría a cualquiera con tal de salir al mar ya”, comenta, y uno sabe que no es sólo por la paga. Adicción al mar. O a la adrenalina.

“Afuera es un desierto de mar”. Hernán mira hacia la calle. Sabe algo que yo no sé. Algo hermana a estos hombres titubeantes que parecen ahogarse en tierra. Han perdido amigos, arriesgaron el cuero varias veces, pero eligen seguir haciéndolo. “El miedo nunca se pierde”, comenta. La ambición empuja a muchos capitanes a volver con el barco sobrecargado.

“Hay veces que venimos tan escorados que estamos todos rezando que no nos agarre una ola del otro lado. Se abusan de la necesidad de la gente”, dice. La ambición parece cegar tanto a los poderosos como a los mismos marineros. El trabajo escasea, los barcos están viejos y no se pueden reparar. Hay que cuidar la fuente de ingreso que se reduce. Cuando un barco está en problemas todos pelean a la par por salvarlo. “Los fierros son lo último que se pierde”, arenga con pasión Hernán. Se detiene, reflexiona y agrega: “Los fierros son fierros , cuando se tienen que ir se van”. Pero uno adivina que no debe ser tan fácil resignarse.

¿Habrá sido así con el Repunte? No se sabe aún. La causa está abierta. Se rescataron sólo tres de los nueve marineros fallecidos. El dolor enceguece a los deudos que acusan a los sobrevivientes de haber declarado que el accidente se debió a un error humano. Todos hubieran preferido que se hablara de las fallas en los barcos. De la precariedad con la que se hacen a la mar los pescadores.

Así es como el dolor de Julio Guaymas y su familia se multiplica con el desprecio público al que los han sometido sus mismos pares. “Yo los entiendo, lo viví con mi hermano. Era chica, tenía 17. Pero es difícil, no tenés ni donde dejarle una flor”, intenta Yanina. Pero sus ojos se llenan con las lágrimas del dolor que le provoca esa nueva injusticia a la que se ven sometidos los suyos. “Qué culpa tiene Julio de haber quedado vivo”, concluye Nora.

Obtenido de nuestromar.org

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