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“Mientras me den las piernas me verán acá arriba»

La lancha Don Nino está en plena descarga de caballa y en la cubierta el trabajo es incesante para cargar los cajones con el pescado que se almacenó a granel en la bodega. A un costado del puente, sobre la baranda pegada al muelle de la banquina chica, Vicente Galeano parece en trance.

Con una gorra metida a presión hasta las orejas, cabeza gacha, teje una red de nylon negro con movimientos mecánicos, como quien repite el viaje de la aguja de memoria y hasta con los ojos cerrados. Las manos de Vicente van y vienen por el paño y cada tanto lo mira y lo tensa para corroborar el avance de la tarea.

“Tengo sesenta y seis años y desde los catorce que estoy en la banquina”, dice Salvador como carta de presentación. La caballa se pesca con red de cerco y si bien esta jornada de pesca fue fructífera y el pescado en la bodega llenará más de 350 cajones, la red tuvo algunas roturas.

“Este trabajo no es difícil pero ya no queda gente que sepa. De acá salió la pesca de Argentina y hoy cada vez somos menos, pero yo voy a seguir hasta que me den las piernas, estas”, dice y se las señala y aprieta los muslos. “Hasta que estas aguanten me verán acá arriba”, repite y vuelve al tejido.

Galeano es uno de los apellidos ilustres de la banquina chica. Antes de la Don Nino tuvo la San Ignacio. “Él hizo esta lancha, una obra de arte”, dice Vicente y señala a un hombre que filetea un pescado en la otra banda. “Es Juan Di Meglio, carpintero, pescador, pero sobre todo un gran amigo”, define.

Salvador relativiza la buena jornada de pesca, tal vez porque recuerda todos los días que no pueden salir a pescar porque hay mal tiempo o porque el recurso queda lejos de sus redes. “La caballa tiene la cabeza vacía, es un pez raro… A veces hay mucho y vas al día siguiente, la buscás y no encontrás nada. Hoy salimos a las cinco de la mañana y completamos en treinta lances”, cuenta el patrón.

Galeano dice que hay que aprovechar estos días que la primavera plancha el viento y eleva la temperatura. “Estamos pescando a una hora, hora y media de navegación. Podemos hacer una diferencia y los muchachos se llevan buenos pesos, pero después de esto no hay nada. La anchoíta no viene más a la costa,  la masacraron y nadie dijo nada”, lamenta Salvador, que no se separó de la aguja fosforescente hasta no terminar el remiendo.

Ver nota original: www.revistapuerto.com.ar

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